Vacaciones
Lo cierto es que hoy os quería soltar un rollo mayúsculas sobre lo que ha sido el año, el estado actual de GNU Linux, del software libre , del propio blog y cosas por el estilo. Pero finalmente he querido hacer algo diferente. Como guinda del pastel he escrito un relato, que en los siguientes párrafos podéis leer. No sé si es muy divertido, pero yo por lo menos me lo he pasado bien realizándolo. Espero que os guste, feliz navidad, próspero año y todas esas cosas que se dicen por estas fechas.
Vacaciones
«Los pitidos de los autos y de las gaviotas resultaban una combinación extraña en mis oídos. Por suerte ésa misma tarde el departamento de facturación había cerrado. Sus tremendas máquinas de impresión le destrozaban el oído a uno. Eso sí, hacían muy buena combinación con el ejército de empleados casposos que les hacían compañía. La hoja de proyectos estaba casi lista y sólo falta rellenar la última fila y ya me podía ir a casa, esperar al autobús y voilà, de vacaciones. Había sido un semestre muy intenso, al final nuestro departamento fue uno de los más beneficiados en los presupuestos y pudimos asumir la mayoría del trabajo de nuestra área. Me había librado de pasarme las mañanas como un sonámbulo de aquí para allá, por las calles y avenidas de ésta mediocre capital de provincias, buscando un futuro trabajo inexistente, cual oasis en un inmenso desierto.
El aire acondicionado ya no funcionaba. Vale, no era toda la verdad, lo cierto es que era de los últimos trabajadores en irme de vacaciones, y como ya no queda ningún jefe de departamento, habían decidido que para los cuatro gatos de informática que quedábamos, no hacía falta encenderlo. Que gente más maja oiga. Al menos pude ocupar una mesa mejor con mi portátil. El escritorio era de Sara, la secretaria de Antonio, el encargado de los frikis del pingüino, tal y como nos llamaban, por dedicarnos al sistema operativo que tenía como símbolo precisamente eso, un pingüino. La otra mascota era un Ñu, seguramente no habían encontrado eso muy gracioso o bien ni sabían que existía, así que mejor. La cuestión es que desde el sitio de la tacones había muy buena vistas. Me ponía los dientes largos viendo las pequeñas embarcaciones y los veleros en el puerto. Muchos de ellos tripulados por simpáticos charlatanes egocéntricos, que habían abandonado sus torres de marfil empresariales, a merced de sus acólitos. El trabajo ya estaba listo. Después de muchos días de sesudas meditaciones, puestas en común con otros compañeros, horas de insomnio y mucho, mucho té helado, había finalizado el proyecto. Sólo falta compilarlo, subirlo a producción y listo. El proceso tenía que durar varias horas, así que decidí salir a tomar el aire, tomar un refresco y fumar un pitillo.
Antes de eso agarré un mustio croissant que tenía de hace una semana en un cajón, le di un mordisco, sentí un crack, y lo dejé caer sobre la mesa. Estaba como una piedra, de poco no me rompo un diente. El teclado se había quedado lleno de pequeños trozos de éste. El equipo de limpieza también estaba de vacaciones. Me dio mucha pereza y dejé los trozos justo donde estaban. Fui hacia la puerta y bajé las escaleras. Charlé un rato con el tipo de recepción, que también tenía que pasar los días de agosto, encerrado en el mismo horno que yo. Siempre me hablaba de fútbol, se ponía muy pesado, pero me caía bien. Yo asentía con la cabeza, aunque hacía rato que había desconectado. Me despedí y marché hasta la avenida. Compré otro paquete de cigarrillos en un pequeño puesto, junto a las garitas de la aduana. Justo encendí otro piti y miré hacia las oficinas. La única ventana abierta era la que estaba junto a la mesa, donde estaba trabajando provisionalmente. Me había parecido ver algo blanco que salía volando de ella, pero no estaba seguro. Seguí paseando, el sol sucumbía tras las aguas, por entonces me di cuenta que ya había pasado tiempo suficiente y la compilación, seguramente, había finalizado. Al llegar a la planta, el calor bochornoso se seguía notando, me acerqué a la mesa y justo miré al teclado vi una manchas blancas, que olían muy mal, espesas, algunas teclas habían saltado, eché un vistazo al suelo y las vi desperdigadas. Sentí el terror, en la pantalla había aparecido un error grave. El maldito pájaro, seguramente una puñetera gaviota, todavía había plumas sobre la mesa, viendo los migajas rancias del croissant, había destrozado el teclado y fastidiado la compilación. Pero eso no fue lo más grave, lo había perdido todo, el equipo no arrancaba, el mensaje de kernel panic se reía de mí.
El sudor me corría por la frente, las manos me temblaban, agarré un cigarro y casi me puse a vomitar. ¿Qué podía hacer? Encendí el ordenador de la secretaria, tenía un equipo mucho mejor que el mío, y encima sólo lo usaba para chatear y escribir cuatro textos. Por suerte, tenía una réplica del proyecto en un repositorio Gitlab, ubicado en nuestros servidores, en la central. Tenía una oportunidad. Cree una máquina virtual con VirtualBox, monté un sistema Debian, con el codename de Toy Story de turno, instalé todos los programas, cloné el proyecto, y ahora sólo me faltaba compilar, subir a producción, mandar a la mierda la oficina y pirarme por fin. Pero amigos míos, cuando trabajas con un equipo que tiene un sistema de ventanitas azules, no hay final feliz que valga. Sin venir a cuento apareció un mensaje, enviado por el mismísimo Lucifer, que rezaba: «Instalando actualizaciones. No apague el equipo» No me lo podía creer. Esto sólo me podía pasar a mí. Marché hacia el baño, con la idea de llorar, pero no, yo no era así. Golpeé los azulejos de flores con todas mis fuerzas. Estaba harto. Abrí el grifo y eché agua sobre mi rostro, me relaje y lancé todas mis ganas al monte. Volví al escritorio. El circulito daba vueltas sin parar. Cerré los ojos, recé, no, no a ningún dios ahí fuera que me pudiese escuchar, lo hice pensando en la muchacha ficticia que algún día conocería y que me apartaría de éste maldito mundo de bytes, personajes de camisetas idiotas y capullos con corbata, que no tenían ni idea, pero siempre les tenías que dar la razón. Los abrí, ¡aleluya!, había vuelto todo a su sitio. Ya podía iniciar el proceso.
La luna se reflejaba junto a los botes de los pescadores. La playa ya no existía, la marea se había adueñado de las arenas. Algunas luces, de los barcos más grandes, los yates, se veían a lo lejos. Aunque lejana, la música me hacía pensar en lo curioso de la situación. La última pieza del puzle, el actor que aparecía al final de la obra, al final del flow, tenía que estar aquí, asimilando ésta situación inverosímil. Mientras, los reyes y las reinas, las torres y los alfiles se divertían sobre una embarcación carísima. El peón, al final, es quien decidía la partida. Bajé otra vez al paseo y llegué hasta el boulevard. Compré una pack de cervezas y un durum mixto con picante. Me senté en un banco del puerto, me tumbé, mientras abría una de las latas, daba grandes bocados a mi bocadillo enrollado. La noche estaba estrellada, Venus me observaba, mientras, de reojo, Marte, me recriminaba quitarle la atención a su amada atormentada. Subí las escaleras, el amigo de la puerta ya se había marchado, y sólo quedaba yo y el sistema de video vigilancia. Llegué otra vez al escritorio. El porcentaje estaba al 99 % todo se había arreglado. Me dije, chavalote, te lo has currado.
Un pitido horrible me despertó de la ilusión de un dulce final para ésta historia. Era el despertador que me avisaba que era hora de levantarse. El mono fosforito de trabajo me esperaba en el galán. Por fin había conseguido subir a un barco en el puerto, de hecho todos los días lo hacía. Pero no como esperaba. Llevaba varios meses trabajando de grumete es un pesquero. Mi vida de informático pasó la historia cuando el proyecto, justo al final, mostró un error de compilación. Atónito y cansado, mandé todo al carajo, me marché de vacaciones, y me dije, seguro que el proyecto no es tan importante. El resultado es que días más tarde me hicieron volver, descubrieron que había utilizado el computador de la secretaria y que no había acabado mi último proyecto. Ahora otro pringao prescindible hacía mi trabajo. Mientras, desde el otro lado, sobre el pesquero, divisaba a los lejos unos extraños edificios, con grandes ventanales, en la costa, entretanto yo compartía el mismo mar con los que habían sido mis antiguos jefes, con la única música de las olas y la libertad.»
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